Una persona nunca está preparada para despedirse de un ser
querido. Suena pretencioso decirlo pero yo no estaba preparada para hacerlo
contigo. Y, pensándolo esta noche, en la que ya no estás conmigo, siento que
nos habías malacostumbrado como buena abuela que eres.
Sí, nos malacostumbraste a no pensar que algún día llegaría
tu partida, a pensar que nunca nos dejarías. Te veíamos cada año, fuerte,
vital, sonriente y llena de vida, sin mayor enfermedad que un poco de
colesterol y con toda la energía del mundo. No estábamos preparados para un
adiós tan rápido…
Tengo que decirte que no sólo nos has malacostumbrado,
también nos has malcriado, a tu manera. Con tus cuidados, con tus besos de
abuela, esos que retumban en las mejillas, pero también en los oídos. Nos
malcriaste con tus canciones, con tus “¡Guap@!”,
aunque para mí dijeras siempre “bueno,
guapa no, pero es graciosa”. Hasta en eso había que quererte. Nos
malcriaste con tus achuchones, con tus ocurrencias que compartíamos con todos y
que a todos encantaban.
Te hiciste querer por propios y extraños, ya que siempre
tenías una palabra amable para aquel que pasara por tu puerta. Hasta el más
enfadado se iba con una sonrisa después de que le dedicaras alguna de tus
frases. Por eso sé que te recordarán todos con cariño. Y es que no había
persona en el barrio que no se quedara maravillada con tu bondad y con tu
agilidad para, con tus 80 y pico buenos años, barrer y fregar la calle como si
tuvieras 20. Ahora miro a esa esquina y la siento más vacía y triste sin ti, aunque ya
hacía tiempo que te echaba de menos, cuando el peso de los años iba cayendo
sobre tu espalda…
También tenemos tantas cosas que agradecerte… Aún en mi
mente se agolpan los recuerdos de aquellas tardes que pasabas en la Avenida
detrás de mí intentando hacerme engullir aquellos bocadillos de atún con
tomate. “Res, que esta xiqueta no menja
res”, decías. A la postre he conseguido llevarte la contraria y has
conseguido que coma, bastante además. No dejo de pensar en las tardes que
pasábamos en tu casa, en las canciones que me cantabas mientras me acurrucabas
en tu regazo y conseguías que aquella polvorilla de niña se tranquilizara. Esas
cosas hacían que no quisiera hacerme mayor… Aun así, hasta el final me las
cantaste todas. Solamente lamento no haberte grabado nunca cantándolas y
llevármelas conmigo. También recuerdo tus oraciones, tus Caminito de Belén de
los viernes, tus “cuando tengas novio me
lo presentas”, tus intentos de emparejarme con Juli, tus tortillas
radioactivas (espectaculares igualmente), tus “uuuuuh, està maciça”, mientras me cogías del muslo, tus “donde vaya
uno, vamos todos”…
Pues sí, Paquita, donde has ido tú hemos ido todos. Porque
tú has sido y serás el pegamento de esta familia, el alma y el guía… Y ahora
que ya no estás con nosotros, todos nos sentimos un poco más vacíos. Pero si
hay algo que nos hace mitigar un poco el dolor de la pérdida es que hasta el
último de los días has hecho lo que más querías. Has salido a comer con tu
familia, has podido disfrutar de tus nietos y de tus bisnietos, has sonreído en
todo momento a una vida que yo considero que ha sido bastante plena. Y aunque
tu partida había sido casi anunciada en las últimas semanas, no queríamos
dejarte marchar… Solo hasta que, desolados, comprendimos que el adiós era mejor
que el sufrimiento.
Así que, aunque me cueste, intento no estar lo triste que
pensé que podría estar. Porque sé que, técnicamente, soy afortunada de haber
podido disfrutar de la mejor abuela del mundo. De la mujer que se ha desvivido
por criarme, por hacerme mejor persona (siempre decías: “cariño, haz el bien y no mires a quién”), de aquella que se subió
a dos cercanías, un tren, un metro para estar en cuatro ciudades distintas el
día de mi graduación. La que se emocionó conmigo, la que ha estado en todos los
momentos importantes de mi vida. También soy lo que soy gracias a ti. Y, por
otro lado, también sonrío porque ya estás con tu marido, del que siempre decías
que estaría diciendo “esta no ve encara,
estarà dient ‘on s’ha ficat esta dona?”. Aquí vamos a estar pensándote
siempre y, de cierto modo, nunca dejarás de estar con nosotros.
Mil gracias por ser mi abuela. Gracias infinitas por ser la
mejor abuela del mundo, con tu carácter, pero la mejor que hemos podido tener.
Y, sobre todo, gracias por todo lo que hemos vivido contigo. Siempre estarás a
mi lado de alguna manera y espero que, estés donde estés, te sientas orgullosa
de mí, porque he intentado aprender todo lo que he podido de ti.
Y aquí termino esta carta que necesitaba escribir, una carta que no leerás nunca, pero que me sirve para, de alguna manera, dejarte marchar... Porque sé que no te hubiera gustado vernos pasarlo mal, porque sé que ha llegado el momento de mirar para adelante y recordarte con alegría, como tú eras... Quiero que sepas que nunca te
olvidaré, güeli, bueno, creo que ya lo sabes. Y que, de alguna forma, siempre estarás en mí. Siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario