sábado, 30 de junio de 2012

(X) 5. En la penumbra

Silvia se quedó sin aliento por un instante. ¿Cómo es posible que estuviera ahí si hace poco menos de una hora estaba en el comedor comiendo con todas? ¿Qué habría hecho para que la metieran ahí? Le daba algo de miedo pensar que iban a dejar una semana con Raquel en la misma celda y en la oscuridad de la misma.

- Ahí te quedas. Seguro que le harás buena compañía a esta maleducada –espetó la directora y cerró la puerta tras de sí dejando a Raquel y a Silvia en la más absoluta oscuridad.

Silvia intentó moverse por aquella celda a través de sus manos. Necesitaba saber dónde estaban las cosas para no perder el norte. Estaba asustada ante la perspectiva de futuro que se le ponía por delante. En un intento por llegar hasta la otra cama, tropezó con la pata de la misma y por poco da de bruces contra el suelo. La mano de Raquel la sujetó antes de caer.

- Cuidado –soltó con voz arisca- La cama está ahí –la acompañó sin soltarle la mano.
 - Sí… em, es que está tan oscuro… -no obtuvo respuesta a tamaña genialidad. Logró sentarse al filo de la cama y Raquel se tumbó en la suya con las manos tras la cabeza
- ¿Te puedo preguntar algo?

No se oyó respuesta por parte de Raquel. Silvia no sabía si debía continuar con su idea de preguntar. Se hizo el silencio durante unos minutos.

- ¿Cómo es que te han enviado aquí si hace un rato estabas en el comedor?
- Me querían obligar a ponerme el otro uniforme y dije que no –contestó Raquel.
- ¿Por qué?
- Porque me pongo lo que me da la gana y ni aunque viniera el mismísimo Presidente del Gobierno, me iba a cambiar si no quiero.

Viendo que la conversación estaba comenzando a subir de tono, Silvia optó por guardar silencio. No sabía cómo se las gastaba Raquel, solo tenía la información que le había dado Ana, y no quería provocar su ira. Cualquier enfrentamiento con ella podría ser fatal y nadie podría socorrerla ahí. Era extraño que la pusieran con ella. Lo más normal hubiera sido incomunicarla. Pero la directora conocía bien el carácter de Raquel y sabía que ése podía ser perfectamente un buen castigo.

No tenía apenas noción del tiempo. En aquella oscuridad, los segundos eran horas. Sin hablar, sin ver, sin oír. Realmente era mucho peor que estar en una celda cualquiera. Y Raquel tampoco hacía que la cosa mejorara. Tenía dos opciones: o seguir en silencio y desesperarse, o lanzarse a la aventura y preguntarle cosas, aun a riesgo de jugarse su integridad. Optó por la segunda.

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viernes, 29 de junio de 2012

(X) 4. El castigo

La señora Jiménez se giró hacia ella. Al oír la acusación de Nacha sintió como si todo su cuerpo pesara una tonelada. Aquello no podía estar pasándole. ¿Cómo iba ella a hacer una chiquillada como ésa? Era absurdo. Pero lo que más le intrigaba era por qué la habían tomado con ella si no había hecho nada a nadie. 

- Así que has sido tú… -finalizó la directora 
- De verdad que yo no he sido, no he hecho nada malo – replicó desesperada. 
- No me vengas con milongas. Estoy cansada de que todas las nuevas vengáis con ganas de montar gresca. Esto no es Jauja y aquí no estáis para hacer tonterías, estáis cumpliendo una condena –le sujetó el brazo- ¿Te das cuenta de lo que significa perder esa subvención? Claro que no lo sabes –la zarandeaba- Te pasarás una semana en el pabellón de castigo. Ya me he cansado de tanta tontería. 
- Pero, señora Jiménez –intervino Ana- Silvia no ha hecho nada, de verdad. No ha sido ella, se lo aseguro.
- ¿Tú también, García? ¿Acaso quieres venirte con ella al pabellón? –le contestó con dureza. 

Silvia pensó que Ana diría algo en ese momento, algo que la exculpara de aquella injusticia, pero su amiga se quedó callada, agachó la cabeza y volvió de nuevo a la fila ante la atenta mirada del resto de reclusas que no decían nada. 

 - Ya pensaba yo… -apuntó la señora Jiménez- Vamos, te espera un sitio muy agradable –le dijo a Silvia mientras tiraba de su brazo. 

No podía creer que Ana no la hubiera defendido. Ahora iba a ser castigada por una tontería y encima, por algo de lo que no tenía culpa. La señora Jiménez tiraba fuertemente de su brazo a medida que avanzaban por el pasillo y Silvia trataba de explicarle una y otra vez que ella no tenía nada que ver en el asunto. 

- Me da igual quién ha tenido la culpa. Alguien va a pagar y vas a ser tú. 

Aquella afirmación no hacía más que reflejar la tremenda intolerancia que sentía la directora hacia cualquiera de sus reclusas cuando se ponía en juego algo tan importante como la subvención autonómica. La señora Jiménez echó mano a su bolsillo y sacó un manojo de llaves. Abrió la puerta de aquel pasillo que comunicaba al pabellón de castigo.

Solo al caminar por él se podría comprobar que era totalmente diferente al resto de la penitenciaría. Oscuro, sin apenas color en las paredes, grietas en los laterales, con la sensación de dejadez y de poco cuidado, y silencioso, como si la que acabara allí tuviera prohibido hasta respirar.

- ¿Dónde me lleva? –preguntó preocupada Silvia. 
- A una de las celdas de castigo. Estarás en buena compañía, te lo aseguro. 
- Pensaba que las celdas de castigo eran para estar incomunicadas… -soltó entre dientes. 
- Hay castigos en compañías que son peores que la misma soledad. 

Aquella frase le heló el alma. ¿Con quién iba a estar? ¿Y si era peligrosa? Por un momento sintió que se le congelaba todo el cuerpo, apenas podía avanzar por el pasillo y la señora Jiménez tuvo que volver a tirar de ella. 

Una vez llegadas a la puerta, volvió a sacar el manojo de llaves, introdujo una en la cerradura y la giró hacia la izquierda haciendo que la puerta se abriera. La poca luz del pasillo hizo que aquella celda en penumbra se iluminara levemente. Apenas se podía ver a quien la ocupaba. Solo se la podía ver sentada al borde de la cama con los brazos entre las piernas. Se levantó pausadamente y la luz le iluminó el rostro. Era Raquel.

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martes, 26 de junio de 2012

(X) 3. La visita del inspector

- ¡En fila, chicas! Os quiero a todas delante de la puerta de vuestras celdas. El inspector llegará enseguida y pobre de que haga alguna de las suyas –espetó la directora de la cárcel con voz autoritaria. Aquella mujer las conocía bien, no se fiaba de lo que pudiera pasar ante una visita tan importante. El supervisor autonómico estaría allí porque tenía que asegurarse de que cumplían con todos los preceptos que dictaba la ley en cuanto a instituciones penitenciarias. Aunque a priori no había nada que temer, la señora Jiménez sabía cómo se las gastaban las reclusas.Era vital para sus intereses agradar al inspector si querían obtener la subvención, por lo que no quería jugársela.

Desde que llegó a aquella cárcel, Marta Jiménez había dirigido a aquellas mujeres con mano dura. Si bien era cierto que tenía un carácter afable, tras los diez años que llevaba tras aquellas paredes se le había agriado un poco. Notaba que le faltaban las fuerzas a ratos, que el peso de aquella cárcel había podido con su espíritu soñador. Su rostro, antes brillante y rozagante, había dado paso a la palidez y las ojeras de las noches de insomnio que le producía aquel cargo. Su melena rubia y lacia se había cubierto de canas con el paso del tiempo y había perdido toda su grácil caída. Su carácter distendido se tornó áspero y taciturno. Pero, a pesar de todo, seguía manteniendo el espíritu del deber intacto. 

Silvia y Ana se colocaron en sus puestos a lo largo de la fila dispuesta en el pasillo de las celdas. Mientras poco a poco se quedaban en silencio, la presa que estaba más cerca de Silvia se quedó observándola y en un claro gesto alertó a la que se encontraba frente a ella. La directora de la cárcel merodeaba a lo largo del pasillo observando que nada estaba fuera de su lugar. Una celadora caminaba junto a ella asegurándose de que nada se le escapaba.

Ninguna de las dos se percató de aquel gesto entre las reclusas con respecto a Silvia. Llegaron hasta el final del pasillo y dieron media vuelta con la intención de ir a buscar al inspector, que aguardaba pacientemente en el despacho de la señora Jiménez. Apenas en un instante, las dos reclusas pusieron en marcha el plan. No les hizo falta hablar, solo con la mirada se comunicaron sus intenciones. Y su objetivo: Silvia. 

Una voz retumbó en el pasillo haciendo que las reclusas volvieran a ponerse firmes. El señor Castillo venía seguido de cerca por la directora de la penitenciaría y por Juana, la celadora jefe. Comentaba distendido la buena organización y la seriedad de la institución, algo que animó a la señora Jiménez con respecto a la subvención. Paso a paso, detenía su mirada en cada una de las reclusas. Ninguna le devolvía la mirada, todas miraban al frente, calladas, expectantes. 

Llegó a la altura de Ana y Silvia y sin apenas tener tiempo y antes de que pudiera darse cuenta, cayó de bruces al suelo golpeándose fuertemente la cabeza. La celadora jefe y la directora se lanzaron a socorrerle de inmediato. Un pequeño hilo de pescar se deslizó de lado a lado del pasillo volviendo a la mano de su dueña. Castillo sangraba abundantemente por la frente mientras que el tropiezo posibilitó una algarabía manifiesta entre las reclusas. La celadora jefe hizo sonar el silbato y aparecieron en el lugar cuatro compañeras que se encargaron de tranquilizar el ruido. 

La directora intentó incorporar a Castillo, que todavía estaba algo confuso tras el percance. Entre ella y la celadora jefe lo levantaron y se dispusieron a llevarlo a la enfermería. Antes de doblar el recodo del pasillo, la señora Jiménez advirtió a las reclusas: 

-¡Que nadie se mueva ni un instante! Vuelvo enseguida y os aseguro que sea quien sea la que ha hecho esto, lo va a pagar muy caro. 

Una vez se marcharon, Silvia se acercó a Ana y le preguntó en voz baja: 
- ¿Se puede saber qué ha pasado aquí? 
- ¿No te has dado cuenta? – susurró. 

Silvia negó con la cabeza y antes de que Ana pudiera contestar, llegó una celadora a callarlas. Entonces, con una mirada, Ana le señaló de dónde vino la autoría del incidente. Ahí frente a ella, la reclusa que había causado la caída en complicidad con la que se situaba enfrente sonreía levemente sin apartarle la mirada. 

Pasaron unos minutos cuando la directora volvió al pasillo. Tenía cara de pocos amigos y venía dispuesta a descubrir qué había ocurrido. 

- ¡Quiero que me digáis quién ha sido la culpable de esto! ¡Ahora mismo! –se hizo el silencio en aquel pasillo -¡Por vuestra culpa vamos a tener muchos problemas para conseguir esa subvención! ¡Maldita sea, que ya no sois crías! No tengo por qué ir detrás de vosotras como si fuera vuestra madre… 

Caminaba de lado a lado del pasillo mirándolas a los ojos, pero ninguna se inmutaba. Se paró en el lugar donde sucedió el incidente y se quedó mirando a las tres chicas de la derecha y a las tres de la izquierda. No podía haber sido nadie más. Ana y Silvia eran dos de ellas. 

- Tú -le preguntó a Lidia, la que se encontraba justo enfrente de Ana- ¿Sabes qué ha pasado? 
 - No, señora, no he visto nada –aseguró sin apenas moverse. 
- Ya, seguro que no -se movió hacia adelante, hacia la reclusa que había pactado la caída con la que estaba situada enfrente de Silvia- Morente, ¿has sido tú verdad? 
- No, señora Jiménez, yo estaba aquí sin hacer nada, lo juro. 
- Yo sé quién ha sido –respondió rápidamente Nacha, situada enfrente de Silvia– Ha sido ella, la nueva… La he visto cómo lo hacía.


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