martes, 24 de abril de 2012

(X) 2. Descubriendo a Raquel

Silvia se giró para mirar más detenidamente a aquella chica que le señalaba Ana. Tenía el cabello largo y oscuro, recogido con una media coleta. Lo poco que se le podía ver del rostro reflejaba seriedad. Nadie estaba sentado junto a ella. Sin nada que la distrajera seguía comiendo lentamente, sin levantar la vista del plato. Algo que llamó la atención a Silvia fue lo excesivamente tapada que iba. Era junio, un junio caluroso, y todas las mujeres solían llevar manga corta o tirantes. Pero aquella chica no. Llevaba una camisa gris de manga larga abotonada hasta arriba. Aquella imagen contrastaba con la de las demás presas, todas hablando abiertamente, formando corrillos, comiendo apresuradamente. Mientras ahí estaba ella, como si de un mundo aparte se tratara. 

- ¿Por qué lo mató? –se atrevió a preguntar sin apartar la vista de ella. 
- Ah, no se sabe. Raquel nunca lo dijo. - Pero, entonces. ¿Cómo sabéis que fue a sangre fría? 
- Porque es lo que andan diciendo las celadoras por ahí. –apuntó Ana- Verás, resulta que la encontraron intentando enterrar el cuerpo de su marido en el jardín de su casa. Cuando le preguntaron por qué lo había matado, solamente contestó que se lo merecía. 
- ¿Y el juicio? –preguntó intrigada Silvia. 
- Pero si se declaró culpable. ¿Cómo crees que iba a salir inocente si tenía sangre por todas partes y la pillaron enterrando el cadáver? La condenaron a 10 años de prisión… De eso hace ya cinco. 
- ¿No se defendió? 
- Hay veces en las que no se puede defender lo indefendible… 

Silvia se volvió otra vez para mirar a aquella mujer solitaria. La veía levantarse y dejar los platos en los carros dispuestos para ese fin. Había algo en ella que la intrigaba sobremanera. ¿Qué le habría llevado a matar a su marido? ¿Por qué no se defendió en el juicio? 

- ¿Por qué siempre come sola? –volvió a preguntar. 
- No le gusta estar con gente. Todas la temen, bueno, casi todas… Es solitaria y nunca se ha interesado por nada de esta cárcel. Es rara, aunque la verdad, la entiendo. No creo que sea muy bonito estar aquí tanto tiempo. 
- ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo estarás? –intentó cambiar de tema para no seguir obsesionándose con la historia. 
- ¿Yo? –soltó una mueca- Tengo que estar aquí un año más. Llevo dos por tráfico de drogas… Para una vez que me lanzo y me pillan. Hay que ser imbécil. 
- ¿Nunca habías cometido ningún delito? –inquirió Ana. 
- No, lo que pasa es que soy idiota. Me hacía falta el dinero y me metí donde no me llaman… Al principio me costó asumir que pasaría tres años aquí, pero al final hasta me lo paso bien –rió sarcásticamente. 
- Yo espero salir pronto –dijo con un hilo de voz. 
- Nenita, aquí la gente como tú, la que dice ser inocente, sabe cuándo entra y cree saber cuándo va a salir, pero no suele acertar nunca. 
- Pero es que… 
- Sí, ya lo sé, sé lo que me vas a decir: “Yo no he hecho nada, me engañaron”. Has ido a juicio y te han inculpado… ¿Cuántos años? ¿Dos, tres? 
- Cuatro, pero van a apelar –insistió Silvia. - ¿Y qué? Te recomiendo que te vayas haciendo a la idea. Éste será tu hogar durante años, más vale que lo vayas aceptando. 

Silvia se quedó pensando durante un instante. ¿Tendría razón Ana? ¿Se quedaría ahí los cuatro años de su condena? No quería ni pensarlo. Desde el primer momento, Silvia supo que aquello no podía durar mucho, que era inocente, que su abogado conseguiría apelar la sentencia. Pero, ¿y si no podía? ¿Y si se quedaba entre rejas durante ese tiempo? Se le puso un nudo en la garganta que le quitó el hambre por completo. 

Se volvió para mirar a Raquel una vez más. En ese momento, la chica levantó la mirada de la mesa y la cruzó con la de Silvia. Fue un instante, pero demasiado intenso.


lunes, 23 de abril de 2012

(X) 1. Bienvenida a tu nuevo hogar

Miraba sus manos una y otra vez. La sangre las teñía de un color rojo intenso. Volvió la vista al suelo y lo vio inerte, sin aliento, sin pulso. El shock la paralizó de tal forma que no supo a qué reaccionar primero. Tenía que deshacerse de él, de alguna manera, pero rápido. 

El resto de lo que sucedió a partir de ese momento no se guardó en su memoria. Se diluyó como se diluye el azúcar en un vaso de agua. Y así es como se quedó en su recuerdo, imperceptible si lo ves desde fuera, pero intacto si lo miras con detenimiento. 

*** 

Las puertas de la prisión se cerraron tras ella al pasar. En ese momento sintió como si unas cadenas imaginarias la golpearan en la espalda. La cárcel de Alcalá de Guadaira era un sitio bastante diferente a como se lo había imaginado. Acostumbrada a ver las películas policíacas en televisión y las pobres prisiones que en ellas salían, aquel lugar era un lujo en comparación. La celadora le apretaba el brazo mientras la conducía con las esposas a la que sería su celda a partir de ahora. 

 - Vamos, camina. No te recrees, tendrás tiempo de sobra para admirar tu nuevo hogar –soltó entre dientes y casi con sorna mientras la empujaba pasillo arriba. 

A medida que avanzaban, Silvia miraba dentro de las celdas a ver si podía distinguir a alguien. Una tras otra vio a las mujeres que las ocupaban. Las había de todas las edades, de todas las estaturas, de todas las nacionalidades. Algunas portaban en sus rostros el peso de lo que supone llevar en aquel lugar tantos años. Otras, en cambio, se habían adaptado de tal forma que para ellas estar ahí era como estar en casa. La celadora la detuvo en seco frente a una celda vacía. Cogió de su cinturón una llave, la abrió y la metió dentro de aquel cubículo. 

- A partir de hoy, ésta será tu suite. Más vale que te portes bien –le quitaba las esposas- Dices que eres inocente, pero eso decís todas. Vas a pasarte aquí muchos años. Te lo aseguro. 

Y diciendo eso, salió de la celda y la cerró al salir. Silvia se volteó para mirar aquella habitación. Una cama pequeña, una ventana enrejada que daba al patio interior, un escritorio y poco más. Se sentó al borde de la cama y cabizbaja pensó que podría ser peor. Era inocente, estaba segura de ello, así que no tenía dudas de que conseguiría salir de allí pronto. Cualquier otra hubiera sentido pavor de estar en aquella prisión con todas esas mujeres que habían cometido delitos y que podrían hacerle la vida imposible. Pero ella no, confiaba en la justicia y en que saldría pronto de allí. Se tumbó del todo en la cama y consiguió dormirse rápidamente. 

*** 

A la mañana siguiente, el golpeo de las celadoras en las puertas de las celdas la despertó intempestivamente. Por un momento había olvidado dónde en encontraba, pero al mirar hacia la ventana enrejada que dejaba entrar la tenue luz de la mañana, volvió a recordar que estaba encerrada. 

- ¡Arriba, perezosas! Hoy tenéis que estar en el comedor rápido, hay inspección. ¡Vamos y salid ya de la cama! –se oía gritar desde el pasillo. 

Silvia se lavó la cara, y se miró al pequeño espejo que había sobre el lavabo. Intentó tomárselo de buena gana. Suspiró y comenzó a asearse para ir al comedor. Todos los días a las nueve de la mañana, las presas salían de sus celdas dispuestas a desayunar en el comedor principal de la cárcel. Aquel día venía un inspector de presiones enviado por la Comunidad de Andalucía, así que se había adelantado la hora del desayuno a las ocho y media. 

En fila de uno, las mujeres iban avanzando por aquel comedor como si de autómatas se trataran. Mientras, como si fuera un ritual casi sagrado, ocupaban cada uno de los asientos dispuestos ante las cuatro grandes mesas de aquel comedor. Silvia no sabía dónde colocarse, así que esperó a que todas tomaran asiento y se fue a poner junto a una esquina que estaba libre.

 - Tú eres nueva, ¿verdad? –le espetó una voz desde su izquierda. 
 - Sí –contestó sin levantar la vista de la mesa. 
 - Uy, se te nota de lejos. Pero mírame, que no muerdo. Bueno, o al menos no siempre… -soltó entre risas- Mi nombre es Ana. 
 - Yo soy Silvia –le tendió la mano. 
 - ¿Por qué estás aquí? 
 - Soy inocente. 
 - Eso dicen todas –dijo con una mueca- Yo te he preguntado por qué estás aquí. 
 - Apropiación indebida de caudales –soltó casi en un hilo de voz. 
 - Uuuuuuh… Bueno, al menos tú no has matado a nadie. 
 - Creía que en esta cárcel no había asesinas. 
 - ¿Quién te ha dicho eso? –preguntó sorprendida- Aquí hay de todo. Es verdad que el 90% de estas mujeres están por robos o delitos relacionados con el tráfico de sustancias. Yo, sin ir más lejos, estoy aquí por eso. Pero siempre hay alguna que está aquí por algo más grave. 
 - ¿Como quién? 

Ana se giró para divisar a todas las presas y pronto vio a quien estaba buscando. Sentada al final de la última mesa, más alejada que ninguna otra, y comiendo sola había una mujer de pelo oscuro que no levantaba la vista del plato. 

 - Ella –señaló con un movimiento de cabeza- Está aquí por matar a su marido a sangre fría.