miércoles, 14 de marzo de 2012

Filosofía

"Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque".

[Descartes. La moral provisional.]




Cerró su viejo libro de Filosofía de 2º de Bachillerato y se quedó mirando la cubierta, con la mente retumbándole las últimas palabras que había leído. Nunca se le había dado bien la Filosofía. Es más, odiaba aquel libro con todas sus fuerzas porque casi le cuesta llegar a la Selectividad en junio.

Aquella tarde se dedicó a ordenar el trastero y se encontró aquel maldito libro de Filosofía. Le gustaba ver sus anteriores trabajos y comprobar si, con el paso de los años, había adquirido mayores conocimientos sobre esas materias. En la mayoría de las ocasiones así era. Se reía de sus matemáticas de 4º de la ESO o de sus oraciones de Castellano. Aquello era tan fácil ahora... Pero la Filosofía siempre le costaba. Quizá porque era una materia que requería de una mente acostumbrada a la reflexión, algo que para ella nunca había existido, pues siempre se había movido por los impulsos del corazón. En más de una ocasión le hubiera gustado ser reflexiva como aquellos filósofos. Analizar todas las ideas y conocimientos a través del pensamiento y hallar lo que ellos denominaban "la realidad verdadera". Tomarse su tiempo para hacer las cosas y no lanzarse a la aventura creyendo en cantos de sirena.

Quizá también por eso se le daba tan mal. Nunca entendía por qué había que darle tantas vueltas a las cosas, por qué analizar tanto si cada uno decía una cosa y siempre había quien se equivocaba en sus investigaciones. Si Platón decía blanco, Descartes pensaba que era negro. Si Marx pensaba que era un todo, Nietzche decía que era nada. Tanto contradecirse era demasiado complejo para ella. Siempre se había dejado llevar por la ley de su corazón, como decía la canción de Amaral, y nunca le había salido mal. Al menos, no demasiado mal. Tal y como apuntaba el refrán, ella pensaba que era mejor haber amado y haber perdido que nunca haber amado.

Y ahí es cuando sentía verdadera lástima de los filósofos, quienes, en sus divagaciones varias por encontrar la "realidad verdadera" de las cosas, estaban dejando escapar la oportunidad de vivir, de sentir, de experimentar, de ser felices con lo que ya tenían aquí. Quizá no sería la realidad verdadera, quizá no era el camino que el hombre perdido en el bosque, tal y como apuntaba Descartes en su Moral Provisional, había escogido para recorrer... pero más vale caminar y hallar otras salidas que vivir permanentemente en la parálisis del bosque cerrado.

jueves, 1 de marzo de 2012

En el tren


El martilleante sonido del cierre de las puertas la cogió por sorpresa. Con un pequeño salto se coló en el tren antes de que éste iniciara la marcha. Aquel día no tenía nada especial que hacer, había decidido ir a pasar un rato a Madrid para alejarse de la rutina del día a día encerrada entre las cuatro paredes de su casa. Y pese a no tener prisa, sonreía al pensar que se había contagiado de la urgencia de los madrileños, aquella que siempre desdeñaba en sus comienzos en la capital. ¿Qué más hubiera dado esperar al siguiente? Total, para lo que tenía que hacer en la capital… Pero la inercia del sonido de las puertas siempre le atraía a colarse en el último segundo, como si aquel pequeño movimiento determinara el resto de su vida. Menuda tontería.

Eran las 10 de la mañana, no había apenas gente en el Cercanías y una podía elegir asiento según la comodidad o la parada donde fuera a bajar. Ella decidió colocarse en uno cercano a la ventana y siempre en la derecha. Cuestión de manías. Le encantaba mirar por la ventana mientras la música de sus auriculares la hacía perderse en un mundo de notas donde las canciones siempre tenían un final feliz, a diferencia de su vida. Ver las vías era otra de sus obsesiones. Siempre le había encantado el cruce de las mismas y ver el camino que tomaba el maquinista, sorteando unas y otras. Era como la vida misma y los caminos que tenemos que ir tomando a medida que avanzamos por ella.

Antes de que se hubiera dado cuenta se encontró en Villaverde Alto. Subida de pasajeros, bajada de otros tantos. Apenas reparaba en quiénes se sentaban, prefería mirar al infinito intentando hallar una respuesta a todos sus tormentos interiores. Sacudía la cabeza cada vez que un mal pensamiento le venía a la mente y se repetía que tenía que ser positiva, que aquel día era para no pensar.

Una vía, otra más. El tendido de los cables surcando los postes se asemejaba a aquellas piedras situadas en mitad de los ríos dispuestas para atravesarlos de un lado al otro. Si fijaba la vista en ellos, la velocidad del tren le permitía ver cómo daban pequeños saltos intentando llegar de una vía a otra y salirse de un camino prefijado, tal y como ella había intentado hacer al mudarse a Madrid.

Otra parada. Ahora Villaverde Bajo. Nuevo cambio de acompañantes, pero ella seguía sin reparar en ello, se sentía absorta mirando a las vías, como esperando encontrar en ellas la respuesta a toda su vida. El tren reanudó la marcha. Ahora iba más despacio, las obras cercanas a Atocha así lo requerían. En este tramo era bastante común encontrarse con trenes que iban a otras partes de la geografía española: Murcia, Alicante, Jaén… Generalmente, todos los de la zona sur. El tren continuaba circulando y ella seguía mirando los alrededores de aquellas vías. A lo lejos podía ver Torrespaña y otras zonas emblemáticas de la ciudad. Vallecas, Méndez Álvaro, el Planetario, el parque de Tierno Galván. Madrid era precioso y siempre se quedaba mirando toda su arquitectura con la intensidad de aquel que la ve por primera vez.

De pronto una canción conocida la sacudió de golpe. Aquellas notas la pillaron desprevenida y comenzó a rebuscar entre el bolsillo de su pantalón para hacerse con el reproductor y evitar tan siniestra melodía que tan malos recuerdos le traía. Mientras lo hacía, su mirada se giró casi instintivamente a la vía contigua. Allí, podía reconocer uno de los trenes que tantas veces había visto y cogido. No era el que la llevaba a su casa, a su tierra, pero si la llevaba a un sitio donde siempre había querido estar. Donde sentía que era bien recibida y donde había experimentado sensaciones muy dispares.

El tren iba camino al sur, de donde ella venía, muy lentamente, como si hubiera iniciado la marcha pocos instantes atrás. Ella, en cambio, se dirigía al norte, también despacio, sin precipitarse. Miraba a aquel tren y parecía casi inerte. A decir verdad, si no se fijaba bien, parecía que no se movía, como si no quisiera dejar la estación, como si quisiera vivir anclado a ella aunque no debiera. El suyo, en cambio, iba lento pero seguro. Consciente de que no se podía avanzar deprisa porque las obras alrededor de ambos trenes eran tan importantes que, de haber avanzado con velocidad y teniendo en cuenta que llevaban direcciones opuestas, hubieran tenido un accidente.

Su tren se dirigía a otra zona, no al sur, donde siempre había pensado que estaba su lugar, sino al norte, de donde algo en su interior había recibido una llamada para ir ese día, en ese momento. Ya no le preocupó escuchar aquella canción, hasta le pareció que tenía cierto significado con aquel momento y decidió dejarla hasta llegar a su parada. Si lo pensaba bien, sus vidas eran como aquellas vías de tren: siempre una pegada a la otra, pero cada una con direcciones opuestas y nunca dispuestas a cruzarse.