sábado, 26 de febrero de 2011

La ceguera

Aquel era un día especial, sería el primero de sus 26 años en el que podría ver el mundo que la rodeaba. Muchos sacrificios, muchas desilusiones, diagnósticos desoladores... pero la espera había llegado a su fin. Después de dos operaciones, por fin podría ver. Había llegado el momento.

Llegó a la clínica a que le retiraran las vendas. Estaba completamente ilusionada, era algo que saltaba a la vista. La recibieron con los brazos abiertos y, sin mucha dilación, procedieron a retirar el vendaje. Su madre la tomaba de la mano, ambas estaban muy nerviosas y esperaban que todo saliera bien. Habían sido muchos años de incertidumbres, y madre e hija las habían pasado juntas.

El médico se tomó su tiempo para quitar el último vendaje. Ahora sólo le faltaban las gasas que le cubrían los párpados. La joven suspiró en señal de nerviosismo. Enseguida sus ojos estuvieron al descubierto. El médico pidió que los abriera muy lentamente y que le dijera qué veía. Así lo hizo y la oscuridad que antes reinaba dio paso a una pequeña claridad. La sensación de pesadez le impedía abrir más ampliamente los ojos, pero podía vislumbrar dos figuras borrosas. Frunció el ceño, concentró la visión y ahí, frente a ella, se encontraban el médico y la enfermera. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Su madre, preocupada, se colocó frente a ella y le preguntó qué le ocurría temiendo que la operación no hubiera salido bien. La joven contestó en un murmullo que podía verlos a todos, que estaba viendo por fin. Madre e hija se abrazaron emocionadas.

Después de tantos sobresaltos, el médico recomendó a la joven que se lo tomara con calma y que, pasado un mes, volviera a la consulta para ver cómo iba. Ésta le agradeció la gran labor que había llevado a cabo con ella y se marchó junto a su madre para descubrir el mundo que le aguardaba a partir de ahora.

Un mes después, alguien llamó a la puerta de la consulta del médico. Era la misma joven que, siguiendo el consejo del doctor, había vuelto para ver cómo iba su evolución. Su rostro no mostraba la misma alegría que unos días antes. Aunque sí guardaba cierto color alegre, su cara tenía una pena que no pasó desapercibida para el médico. Éste, preocupado por la salud de su paciente, le preguntó el motivo de su pena.

- No, si no es que esté triste, -dijo ella- es que es... raro.

- ¿Raro?

- Sí, estoy muy contenta de poder ver de nuevo, de poder descubrir cosas, ver el cielo, los animales, saber cómo son los miembros de mi familia, aprender y disfrutar de todo...

- Pero... -inquirió el médico.

- Pero lo que veo no me gusta. El mundo no es como había imaginado. Antes no veía las injusticias, no veía el sufrimiento, las expresiones de la gente hipócrita... Y ahora veo cosas que no me gustan. ¿Es malo eso?

- Suele pasarle a muchas personas cuando recuperan la luz. Habían estado tanto tiempo en la oscuridad que habían idealizado el mundo que no podían ver. Luego, al recuperar la vista, la imagen que obtuvieron no era la deseada. Algo así como el mito de la caverna -apuntó finalmente.

- Comprendo -dijo la joven con pesadumbre-. No me malinterprete, doctor, le estoy muy agradecida por devolverme la vista, pero todo era mucho mejor en mi imaginación.

- Ya te irás acostumbrando. El mundo no es perfecto. Todo depende del cristal con el que se mire. Sólo has de aprender a adaptarte de nuevo.

- Suena difícil, casi imposible.

- Lo difícil se supera, lo imposible se intenta.

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